I
El cine no es cosa de ahora. De manera seguramente exagerada
se dice que fue el mismísimo Platón el que
lo inventó, si bien, huérfano de una tecnología
adecuada al tamaño de su ingenio no llegó
a desarrollarlo tal como hoy lo conocemos. Pero si hablamos
de la idea, entonces parece que hemos de convenir que la
idea fue de Platón, y que entre Platón y Meliès
prácticamente nada. Quizás sólo la
linterna mágica.
El celebrado pasaje de La República conocido como
'El Mito de la Caverna' muestra lo que digo. Como es sabido
en él se nos relata la vida de unos individuos presos,
sin saberlo, en un mundo de imágenes que confunden
con la verdadera realidad, de individuos que viven en una
película pero no lo saben. Uno de ellos se libera
de las cadenas que lo atenazan y consigue elevarse por encima
de donde están, de manera que comprende el artificio
al caer en la cuenta de que las imágenes que hasta
ese momento había tenido por verdaderas eran simplemente
aquellas que proyectaba un foco de luz (un fuego) sobre
una pared al pasar por delante del mismo distintos objetos.
De modo que este aventurero, a partir de esta constatación,
decide ir en busca de la verdadera realidad. Una realidad
que no sea sombra, que no sea sólo imagen o, lo que
es lo mismo, decide ir en pos de la realidad que está
detrás del fuego, detrás del fuoco, detras
del foco.
La consideración platónica de las películas
como falsas realidades, como apariencia, sugiere que Platón
tenía muy poco aprecio por su invención. Para
él, el cinematógrafo y sus mundos vanos e
ilusorios eran el símbolo del extravío de
la inteligencia, de la confusión a la que nos inducen
los sentidos, del caos implícito en todo goce puramente
sensorial. Pero suya es su primera descripción y
por él sabemos que era habitual en aquella época
que la gente viviera perdida y errante en sus películas.
Al fin y al cabo Platón era un noble de buena cuna
y los nobles suelen despreciar la cultura popular. En eso
no han cambiado demasiado las cosas y todavía en
las primeras décadas de este siglo el cine era un
entretenimiento para las clases bajas, un entretenimiento
de feria destinado a aquellos que cambiarían mil
veces la vida en la peor de las películas por su
verdadera vida de todos los días.
En aquella época, en los Estados Unidos de América,
proliferaron las salas de proyecciones. Se conocían
con el nombre de Nickelodeones. En ellas por un nickel (una
perra gorda) podías pasar la tarde divinamente y
además en la sala no hacía frío. Hay
muchos que si no vivieran en los sueños, sencillamente
no vivirían. Pero los intelectuales siempre han tendido,
como ya he dicho, a mostrarse muy suficientes y engolados
en relación con la manera de divertirse del pueblo
llano y Platón bien pudiera ser considerado como
el prototipo de esta actitud. Lo cierto es que a la gente
siempre le han encantado las películas, las representaciones,
las imágenes. Autum, Vezelay, El pórtico de
Santa María la Real de Laguardia, los bestiarios
mediavales, pero también las pinturas de los baños
romanos, la Sixtina o los frescos barrocos; todos son películas
y todavía en esos sitios puede uno sentir el vuelo
de la imaginación, la fascinación, la atracción
magnética, la pérdida de la propia identidad
que provoca toda buena película. En ese diluirse
la conciencia, en ese derramarse en los personajes que aparecen
en la pantalla, en esa enajenación del yo que persistentemente
nos habita consiste, de un modo preciso, la magia del cine.
Aún a riesgo de que se me considere exagerado, yo
diría que no hay vida fuera del cine. Naturalmente,
me refiero a la verdadera vida. No sé que hubiera
sido de las tardes de domingo de mi infancia sin las sesiones
dobles del cine de los Salesianos o de La Salle, pero lo
que sé es que era justamente a la salida del cine
cuando a mí se me ponía un nudo en el estómago
y me entraba un angustioso sentimiento de culpa porque no
había hecho los deberes y al día siguiente
te esperaba la escuela, constituida en verdadera realidad
en el más exacto sentido platónico que quepa
imaginar. Nadie que sepa lo que es un domingo por la tarde,
sobre todo en esa época tan llena de incertidumbres
y desconsuelos que con frecuencia es la infancia, puede
decir en su sano juicio que no es bueno vivir en las imágenes.
Seguramente Platón fue de pequeño un niño
aplicado. Yo también conocí a más de
uno a los que les encantaba ir a la escuela y a los que
los profesores adulaban en todos los registros imaginables.
Así me imagino a Platón cuando desprecia el
cine como lo hace. Pero en general la gente no es así,
o sea como Platón.
En cualquier caso no soy el único fascinado por las
películas, por la farsa y por los simulacros: por
las ficciones. A Woody Allen también le encantan,
quizás porque es un tipo bajo, feo y judío.
E Ingmar Bergman ha contado en más de una ocasión
que el regalo más fascinante que le hicieron en su
infancia fue una linterna mágica, que fue la que
le permitió evadirse de la opresiva atmósfera
familiar en la que la figura de su severísimo padre,
pastor protestante, resultaba tan asfixiante como omnipresente.
El lo ha contado también con imágenes en la
maravillosa, melancólica y alegre Fanny y Alexander.
A mí me gustan los cuentos. De pequeño mi
tía me contaba cuentos antes de irme a la cama. Después
empecé a leer novelas. Casi todas las de Salgari,
La Isla del tesoro, Los hijos del Capitán Grant,
Robinson Crusoe, Un capitán de 15 años, Moby
Dick, Robin Hood, El libro de las tierras vírgenes,
Las aventuras de David Balfour, La flecha negra...pero en
realidad lo que veía eran películas y todavía
tengo en la cabeza la terrible imagen de Negoro, el cocinero
portugués del Pilgrim que traiciona a todo el mundo
en Un Capitán de 15 años. Increíblemente
el mismo Negoro se me apareció 25 años después
cuando leía El lobo de mar, de Jack London. Desde
el primer momento supe que el cocinero del Fantasma era
él, a pesar de que había muerto al final de
Un capitán de 15 años, aproximadamente en
1.872 o 73 en África y de que el Fantasma, una goleta
dedicada a la caza de focas, navegaba a todo trapo por la
bahía de San Francisco, en un impreciso momento a
principios de siglo, que es cuando da comienzo la acción
y conocemos al Sr. Thomas Mugridge, su cocinero. Entonces
supe también que hay una permanencia de las imágenes,
de las ficciones y que Verne y London estaban habitados
por el mismo fantasma cuando escribían sus respectivas
novelas. Y no entiendo como Platón no percibió
esa permanencia, esa intemporalidad de las imágenes,
cómo las despreció en esa primera descripción
de una sesión de cine en una primitiva sala de proyecciones.
Porque en esa permanencia de las imágenes consisten
sobre todo las ideas: esas entidades eternas, siempre idénticas
a sí mismas, flotantes en un espacio que no tiene
anchura, ni largura, ni profundidad.
De Platón me gustan muchas cosas, algunas enormemente
como El Banquete y el Fedro, dos diálogos hermosísimos
llenos de deliciosas imágenes -no creo que a su pesar-,
pero no su desprecio por las ficciones, los cuentos, los
fantasmas que recorren la vida de los hombres a través
de sus generaciones. A la postre, la vida es siempre sueño,
desde luego; pero incluso antes, con demasiada frecuencia
resulta imposible distinguir el sueño de la vigilia
como apostillaba un antiplatónico Descartes antes
de platonizarse. Joyce fue capaz de expresar toda la intensidad
y melancolía de ese conocimiento que habita en el
espíritu del hombre y que le hace ser consciente
de que tiene los días contados, las horas contadas,
en el monólogo final de Los muertos. De esa conciencia
que le susurra permanentemente que él también
está condenado a convertirse en ficción, en
imagen que habite otras memorias. Pero, para mí,
el monólogo es como lo filmó Huston cuando
él mismo era un casi muerto, una sombra, poco más
que un nombre, en Dublineses. También el capitán
Ahab ha terminado en mi imaginación por transmutarse
y confundirse con Gregory Peck. Cape Cod y Maracaibo, los
lugares en los que pasé mi infancia, son igualmente
como en las películas; y Tracy, desde luego, es Mr.
Hyde.
II
Y,
sin embargo, hay algo en las ficciones que nos desconsuela,
nos insatisface o nos amedrenta, algo que tiene que ver con
alguna clase de conocimiento anterior, inapelable o quizá
definitivo. Máximo Gorki, en un texto del que no conozco
su exacta referencia ni recuerdo donde lo leí, pero
que según tengo anotado fue publicado en un periódico
de julio de1896, cuenta las terribles impresiones que le produjo
su primera sesión de cine. En él afirma que
el cine no es la vida, sino su sombra, que no es el movimiento,
sino su espectro silencioso. De nuevo las imagenes rebeladas,
insurgentes y enemigas. Nos lo cuenta Conrad a propósito
del final de Kurtz en El corazón de las tinieblas,
cuando éste es asaltado, en los momentos más
finales que cabe imaginar, por la inevitable visión
de la película de su vida, un conjunto de imágenes
que representan una experiencia al parecer pavorosa: 'Al entrar
una noche con una vela -escribe Conrad-, me quedé maravillado
cuando le oí decir, con voz algo temblorosa. "Yazgo
aquí, en la oscuridad, esperando a la muerte."
La luz estaba a menos de un pie de sus ojos (...) En aquella
cara de marfil vi la expresión del orgullo sombrío,
del poder despiadado, del terror pavoroso; de una desesperación
intensa y desesperanzada. ¿Estaba acaso viviendo de
nuevo su vida en cada detalle de deseo, de tentación
y renuncia durante aquel momento supremo de total conocimiento?
Gritó en susurros a alguna imagen, a alguna visión;
gritó dos veces, un grito no más fuerte que
una exhalación: "¡El horror! ¡El horror!".
Desde luego no sabemos lo que realmente pasa por la cabeza
de Kurtz, pero la luz que le ilumina postreramente no es la
luz del conocimiento de Platón ¿No es acaso
esa luz tan próxima a sus ojos la que alumbra las imágenes
que recorren su mente, la luz que alumbra y recrea sus más
íntimas pesadillas, la lámpara del cinematógrafo?
Ya
lo hemos dicho; quizá podamos decir calderonianamente
que la vida es sueño, como sospechó Descartes,
pero entonces, como señala Pessoa en El Primer Fausto
: “¡Con qué realidad el mundo es sueño!/¡Con
qué ironía sobre todo amarga/no me atormenta
fría y negramente/esta inquieta aspiración a
ser!. Aspiramos a ser y a entender, a ser otra cosa, a entender
lo que está fuera de nuestro cuerpo, a desentrañar
las imágenes, la verdadera realidad ahora, pero al
final todo es Kafka, que expresa mejor que nadie el espíritu
de estos tiempos antiplatónicos y anticinematrográficos
por igual. Alguien se levanta un día convertido en
un escarabajo. El mundo de fuera sigue estando ahí,
aparentemente reconocible y familiar y sin embargo, de pronto,
se ha vuelto extraño e inalcanzable. El cuerpo no puede
acceder a él como solía. He ahí el misterio:
la inadecuación. La condición del hombre contemporáneo
parece consistir de manera muy acusada en esta aguda y perpleja
conciencia de que todos somos escarabajos que pugnan por alcanzar
el cuerpo de Adonis, que aspiran a serlo, que aspiramos a
entender por qué estamos encerrados en el cuerpo de
un escarabajo. “No poder apagar esta tortura;/no poder
despegarme de este Ser;/no poder olvidarme de esta vida”
, escribe entonces Fernando Pessoa al parecer encerrado en
esa mortaja coriácea, como una cucaracha que escribe.
Casi XXV siglos después, de nuevo el viejo Mito de
la Caverna, de nuevo las películas y el cine. Sin embargo
ahora es diferente, los hombres contemporáneos han
abandonado la fe, todas las fes, y ya no creen como Platón
en la elevación y la liberación, en la conversión
del sapo en príncipe: en el viejo sueño, ahora
infantil, de la razón y el conocimiento; lo dice Santayana,
expresando el espíritu de una época definitivamente
descreída cuando escribe que “la razón
es significativa en la acción sólo porque, por
así decirlo, ha comenzado por ponerse del lado del
cuerpo” . O sea, ha aceptado su derrota, conocido sus
límites, asimilado el despertar perplejo en una cama,
boca arriba, convertido en un escarabajo sólo liberado
de su condición por la fuerza inversa del pensamiento:
“lo inteligible reside en la periferia de la experiencia
y lo irracional en su centro, y la inteligencia es nada más
que un rayo centrífugo lanzado desde el fango a las
estrellas. El pensamiento debe cumplir una metamorfosis; y
aunque ésta sea, por supuesto, misteriosa, constituye
uno de esos misterios familiares como el movimiento y la voluntad,
que son más naturales que la misma lucidez dialéctica;
pues la dialéctica se torna persuasiva al dar realización
al propósito, pero el propósito o sentido es
en sí mismo vital e inexplicable” .
III
El
cine de Platón era, en realidad, una cueva hundida,
casi un pozo del que podía salirse a través
de una “áspera y escarpada subida”. Una
vez afuera sólo quedaba la posibilidad de la verdadera
experiencia, de la experiencia de los objetos reales y de
la luz misma y, por oposición, la inteligencia clara
de las imágenes como falsa realidad, como realidad
devaluada, casi como irrealidad o pesadilla o sueño
atormentado. Con el tiempo, la escarpada subida parece haberse
tornado impracticable y la cueva en un pozo insondable e ilimitado:
“El universo (que otros llaman la Biblioteca) -escribe
Borges en La Biblioteca de Babel- se compone de un número
indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales,
con vastos pozos de ventilación en el medio, cercado
por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono,
se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente
(...) Por ahí pasa la escalera espiral, que se abisma
y se eleva hacia lo remoto (...)”. Es posible, conjetura
Borges, que exista un libro total y que alguien lo haya leído
y, de ese modo, accedido a la clase de conocimiento superior
que postulaba Platón; si bien -prosigue Borges- “la
certidumbre de que todo está escrito nos anula o nos
afantasma (...)”. ¿La luz nos afantasma entonces,
nos deslumbra de tal modo que impide la visión? ¿Resulta
que no cabe más conocimiento que el del cine, el del
pozo, el de la cueva, que el que produce la luz de una vela
cuando tímidamente se atreve a rasgar el velo original
de las tinieblas, cuando, a menos de un pie de los ojos de
un moribundo, alumbra las últimas imágenes de
su existencia?
Santayana parecía sugerir que el pensamiento nos salva
y no sabemos por qué y, quizá tampoco, de qué,
al menos con exactitud. La escalera espiral de Borges se torna
entonces en una especie de cinta de Moebius que fatigamos
eternamente. Recordemos el dibujo de Escher. Un castillo almenado.
Un paseo de guardia que lo circunvala. Los vigías van
arriba y abajo, bajan y suben, pero no es posible discernir
cuando hacen una cosa y cuando otra. Cuando parecen bajar,
suben y viceversa. Realmente no hay un arriba y un abajo,
según parece el mito consistía en creer en la
existencia de una “áspera y escarpada subida”.
"Mis
proposiciones -escribe Wittgenstein al final del Tractatus,
a punto de terminar con el trabajo no menor de concluir, de
cerrar la filosofía, de hacer inútil más
filosofía- son esclarecedoras de este modo; que quien
me comprende acaba por reconocer que carecen de sentido, siempre
que el que comprenda haya salido a través de ellas
fuera de ellas. (Debe, pues, por así decirlo, tirar
la escalera después de haber subido). Debe superar
estas proposiciones; entonces tiene la visión justa
del mundo” . Wittgenstein iba con frecuencia al cine
después de las arduas jornadas de despliegue filosófico,
pero lo que sugiere aquí es que se acabó la
película o, al menos, la posibilidad antigua e infantil
de disfrutarla sin limitaciones. La visión justa del
mundo, parece corresponderse con la de la ceguera producida
por la exposición directa a la luz del sol, casi con
los resultados de la exposición sin gafas de soldador
a un eclipse solar. El deslumbramiento transitorio de Platón
pasa a convertirse en un estado de conocimiento que, como
señala Santayana, ha aceptado el misterio como condición.
¿en esto consiste la Ilustración, en la aceptación
de una vida deslumbrada o de una realidad tan deslumbrante
que al cabo ciega, en la aceptación de que somos una
cucaracha barriguda que bracea boca arriba y que recuerda
que ayer era Billy Budd, el bello marinero, en aceptar que
no hay una escalera, ni subida escarpada que nos eleve y redima,
que nos acerque a la posición a la que aspiramos?.
El
Génesis nos dice que Jacob tuvo un sueño y que
en él “veía una escala que, apoyándose
sobre la tierra, tocaba con la cabeza en los cielos, y que
por ella subían y bajaban los ángeles de Dios
(...) Despertó Jacob de su sueño, y se dijo:
'Ciertamente está Yahvé en este lugar, y yo
no lo sabía'; y atemorizado añadió: '¡Qué
terrible es este lugar!. No es sino la casa de Dios y la puerta
de los cielos'” . No sé si la puerta de los cielos
con la que soñó Jacob se corresponde con aquel
lugar a que parece referirse el bellísimo verso de
Wordsworth que afirmaba que no veníamos al mundo envueltos
en el olvido absoluto ni completamente desnudos, pero parece
que sólo en el sueño de esa posibilidad encontramos
de manera transitoria algún consuelo, en el sueño
germinal e infantil de que hay algo anterior y quizá,
superior, y de que también hay algo que nos sucede.
La ceguera como condición contemporánea ya fue
tratada por un Diderot en su Carta sobre los ciegos para uso
de los que ven, donde comenta y critíca la última
proposición del Tractatus, que nos destierra del sueño
de la razón y del cinematógrafo, del sueño
de la continuidad de las imágenes en el tiempo, del
sueño de la sustancia del tiempo mismo y del disfrute
de la vida sensorial y nos abandona al oscuro devenir de la
luz y sus iluminaciones: “...¿Qué sabemos?
¿Qué es la materia? De ningún modo. ¿Qué
es el espíritu y el pensamiento? Menos aún.
¿Qué es el movimiento, el espacio y la duración?
No, en absoluto. ¿Las verdades geométricas?
Preguntad a los matemáticos de buena fe y os confesarán
que su proposiciones son todas idénticas, y que tantos
volúmenes acerca del círculo, por ejemplo, se
reducen a repetirnos de cien mil maneras diferentes que se
trata de una figura en la que todas las líneas trazadas
del centro a la circunferencia son iguales. No sabemos, pues,
casi nada. Sin embargo, ¡cuántos escritos cuyos
autores han pretendido saber algo! No adivino por qué
el mundo no se fastidia de leer y de no aprender nada, a menos
que sea por la misma razón por la cual hace dos horas
tengo el honor de hablaros sin fastidiarme y sin deciros nada”
.
IV
“Corría el año 17... Un hombre de rostro
curtido por la intemperie y marcado por la siniestra cicatriz
de un balazo llegó a la solitaria hostería del
“Almirante Benbow”, situada en el condado de Somerset,
no lejos de los acantilados de la costa”. Es difícil
imaginar una historia con un comienzo superior. Cuando lo
recuerdo me veo de niño leyendo debajo de las mantas,
por la noche, a la luz de una linterna, en la mismísima
cueva de Platón y siento que Wordsworth tenía
razón, que no venimos desnudos al mundo, que hay una
escalera improbable, que frecuentamos con nuestras innúmeras
patas de coleóptero, coleóptero que de cuando
en cuando exclama: “Llamadme Ismael”.
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